El otro día encontré, en una caja de charol rojo con pegatinas de No me lo digas con flores (Yoko Kamio), un maravilloso botín: mis diarios de hace dos años. Escribí también varias cartas que metí en unos bonitos sobres plateados. Cuando las abrí, reconocí mi letra antigua, redondita y chiquitita, que nada se parece a la corsiva enlazada que tengo ahora. Hablaban sobre los problemas de P (llamémosle Petirrojo) con la comida. Todo el mundo lo sabía, era un secreto dicho a voces. Por aquel entonces, Petirrojo estaba rellena, muy rellena. Todo el mundo se burlaba de ella, le llamaban gorda asquerosa y demás cosas horribles, cosas que jamás deberían haber salido de bocas de niños y niñas de nueve años.
Ahora, Petirrojo pesa veinte kilos menos, no come nada, y lo poco que come, lo vomita. Me he peleado con ella. Dice que, como estoy muy delgada, no sé que significa que es ser criticada. Sí lo sé. Tengo granos, como cualquier adolescente de piel grasa en pleno cambio hormonal, tengo mucho vello en las piernas y en el labio superior. Y no estoy delgada, estoy bien, pues hago deporte. Como lo que me da la gana, pero, como me gustan las frutas y las verduras, no tengo problemas con eso.
Me gustaría ayudarte, Petirrojo, pero tú debes decir que sí a mi ayuda.
